domingo, 31 de agosto de 2008

Una pequeña vuelta al mundo


Hacía tiempo que no cogía la bici y ayer me animé. Intenté que Álvaro me acompañase, pero no podía. Decidí seguir el Camino de Santiago desde Pamplona hasta el alto del Perdón. Es un recorrido bonito y divertido, sobre todo bajando. Pero, para mí, su mayor aliciente son las gentes que, a pié o en bicicleta, lo transitan con grandes mochilas o aparatosos portabultos y una vieira –como la de la foto– colgada de alguna parte. De hecho, cuando salgo solo, suelo elegir esta ruta con la esperanza de encontrar algún peregrino con el que entablar conversación.
No sé por qué, sin embargo, ayer pensaba que no me iba a encontrar apenas con nadie. Me decía a mí mismo que, con la hora que era, los peregrinos ya estarían descendiendo la ladera del Perdón hacia Puente la Reina. ¡Qué equivocado estaba!
Primero fueron dos italianos de piel morena y curtida y rostro ajado, con los que, sin bajarme de la bici, intercambié dos palabras.
Ya en Zariquiegui, junto a la centenaria Iglesia, a la sombra de cuyos muros un grupo de personas hablaba animadamente en alemán, entablé conversación con un matrimonio entrado en años, que venía de Filadelfia. De Navarra no sabían mucho, pero de La Rioja sí conocían lo principal: que era un wine country.
Un par de kilómetros más adelante, sentadas junto a una fuente, había dos mujeres que me preguntaron si, por casualidad, habría encontrado unas gafas azules que una de ellas había perdido. Después de desilusionarlas con mi respuesta, les pregunté de dónde eran. De Toronto, me dijeron, añadiendo que allí había muchos recorridos para la bici de montaña. Agradecí la información, aunque, a decir verdad, me pareció que me iba a ser poco útil. Antes de despedirme, les pedí, por favor, que rezasen por mí al llegar a Santiago. Asintieron y me preguntaron mi nombre. Estoy seguro de que dije Juan, con la jota, pero una de ellas repitió por dos veces con mucho énfasis guan, guan.
Ya en el descenso vino la guinda. Tres personas con marcados rasgos orientales, una mujer, un hombre y una niña, estaban al borde del Camino, pero no se dirigían a Santiago sino a Pamplona. Los dos adultos llevaban parte del rostro cubierto con una pieza de tela, a modo de mascarilla para el polvo, y solo se les veían los ojos, lo que les daba un extraño aspecto. Hablamos en inglés. Eran de Corea del Sur y llevaban 80 días en España. No eran católicos, ni siquiera cristianos, pero habían hecho todo el Camino hasta Santiago y regresaban en dirección contraria. ¿Qué habrán entendido de lo que han visto?, me preguntaba yo mientras los dejaba atrás y continuaba bajando en medio de mil traqueteos.
Tres conversaciones intercontinentales en treinta kilómetros. Una pequeña vuelta al mundo sin salir de la cuenca.

domingo, 24 de agosto de 2008

Ana y Susana


Mañana se cumple un mes exacto, pero lo recuerdo con nitidez, como si fuera hoy. Aprovechando la fiesta del día de Santiago ibamos a dar un paseo por unos embalses del norte de Navarra. Justo antes de salir, Pablo, que sostenía el Diario abierto ante él, lo giró y nos mostró una noticia. Dos chicas habían fallecido en un accidente de tráfico la noche anterior: regresaban de Lourdes con otras tres y se dirigían a un colegio mayor de la Universidad de Navarra, en el que residían.
Desde el primer momento me quedé muy impactado. Estaba casi seguro, por los pocos datos del periódico, de que esas dos chicas eran del Opus Dei. Ese pensamiento las acercaba a mi alma de una forma intensa. Sentía una pena profunda que me acompañaba. No era simplemente la compasión que se siente ante una desgracia ajena. Era el dolor de una pérdida propia. No sabría cómo explicarlo. Ni siquiera sabía sus nombres, pero sentía que una tragedia me había golpeado.
Al regresar a casa al mediodía, lo primero que hice fue coger el teléfono. Una llamada fue suficiente para confirmar lo que el corazón había intuido desde el comienzo. Por la tarde fui a rezar un responso. Solo estaba el feretro con el cuerpo de Ana, el de Susana lo trasladarían directamente a su lugar de origen. Después el funeral, lleno de sereno dolor y de mucha fe en Dios. Esa misma fe que guió la vida, corta pero preciosa, de estas dos chicas.
Aún hoy, cuando pienso en Ana y en Susana, a las que nunca conocí, lo hago con con un recuerdo lleno de cariño. Y no encuentro otra explicación que la más sencilla: la Obra es una familia y nos queremos.

viernes, 15 de agosto de 2008

Hablar de Dios


Entró en la zapatería de la esquina. Era la misma de otras ocasiones. Sabía lo que quería: unos zapatos de cordones, de suela de goma y resistentes al agua, pero elegantes. Le atendió una dependienta muy amable, de mediana edad, que después de escuchar lo que él deseaba y de advertirle que esos zapatos no estarían de rebajas, se retiró. La tienda estaba vacía. Fuera la ciudad comenzaba a desperezarse tras la quietud de las primeras horas de la tarde.
No tardó mucho. Cuando regresó llevaba consigo cinco o seis cajas bastante similares unas a otras. El miró los primeros modelos que asomaron y se excusó
- Me temo que no he sido capaz de transmitirte bien lo que deseaba, dijo con amabilidad.
Ella no se descompuso y, mientras cogía una tercera caja, añadió
–Te he traido de varios fabricantes y precios para que pudieras elegir.
Tampoco esta vez hubo suerte. El cuarto par no fue más afortunado, aunque como ella insistió, él se los probó. Pero no; no era eso. Hubo que esperar al quinto, o quizás al sexto par, para que él mostrase verdadero interés. Aquellos zapatos lisos, de línea sencilla eran lo que buscaba.
Se los calzó y se puso en pié. Le gustaban y estaba decidido a llevárselos, pero quiso crear un poco de suspense. Ella quizás pensaba que aún faltaba un poco para la decisión final y trataba de alentarle
- Son unos zapatos preciosos y te quedan muy bien, decía.
- Bueno, replicó él con una sonrisa, qué me vas a decir tú. Tu trabajo es vender.
Ella lo miró y con un aire de queja velada contestó
- Sí, es verdad; pero si no te quedasen bien, yo no te lo habría dicho.
El aceptó la sinceridad de la respuesta y con un poco de complicidad comentó
- De todas formas, si uno quiere vender siempre tiene que alabar un poco el producto.
Se acercaron al mostrador para el pago. Él saco una tarjeta de crédito y su carnet de identidad y los dejó a la vista. Ella los tomó y tras cotejarlos, le tendió el carnet de identidad y se quedó con la Visa. Los dos guardaban silencio. El se había quedado pensativo apoyando las dos manos en el mostrador y ligeramente inclinado hacia delante. Al otro lado, ella se ocupaba de pasar la tarjeta por el lector. Fue entonces cuando él rompió el silencio
- ¡Ojalá yo hiciera mi trabajo tan bien como tú!
Ella levanto la vista y, entre divertida y sorprendida, solo acertó a decir, con entonación de la tierra
- ¡Ya lo harás bien, ya lo harás bien!
- No te creas que es fácil hablar de Dios en estos tiempos, replicó él.
Y, sin solución de continuidad, le preguntó
-¿Sabes lo que hace falta para hablar de Dios?
Antes de que ella pudiese decir nada, él se respondió a sí mismo con un gran convencimiento
- Para hablar de Dios hace falta estar enamorado de Dios. Si uno está enamorado de Dios, sabe hablar de Dios.
Recogió la tarjeta de crédito para devolverla a su lugar en la cartera. Llevaba consigo una imagen de la Virgen y una estampa del Papa Juan Pablo II. Dudó un instante, pero se decidió por esta última. La sacó de la cartera y se la ofreció a ella, mientras le decía
- Este sí que era un enamorado de Dios.
Tomó la bolsa con los zapatos y se dirigió hacia la puerta. La bolsa, de un blanco brillante y con unas pocas letras negras, era como el negativo de su oscuro traje, en el que únicamente destacaba el blanco del alzacuellos.

martes, 5 de agosto de 2008

Tormentas y sonrisas


El día de hoy ha sido como el tiempo atmosférico en Pamplona: muy cambiante. Comenzó con un tempranero paseo en coche hasta el centro de la Obra en el que he celebrado la Misa. Las sierras cercanas a Pamplona hacían de pantalla que impedía al sol golpear directamente mis ojos, pero no impedían que todo apareciese ante esos mismos ojos bañado por una deliciosa y suave luz amarillenta. Con razón, pensé mientras aparcaba, los impresionistas se obsesionaban con inmortalizar en sus lienzos estos fugaces momentos en que los paisajes se visten de largo.
Ya en la mesa de trabajo me enfrenté con un asunto que me está volviendo loco… y me enfadé. Fueron nubes que descargaron una tormenta veraniega, como la que después envolvió a la ciudad. ¡Qué contrase entre la luminosidad del amanecer y la penumbra de la tarde cubierta! Pero no me duró mucho el enfado. Hice lo más sensato cuando uno se enfada: desenfadarme y decir "lo siento".
Por la tarde, recibí un mail de Javier. Está atendiendo una labor pastoral con chicas jóvenes y a la vez está preparando una conferencia para un importante congreso de canonistas. "Aquí les hablo de la Ratio nelle fonti –me decía refiriéndose al título de la conferencia – y obnubilan sobremanera". No me extraña, pensé yo, que las pobres chicas alucinen con semejante argumento, aunque, conociendo a Javier, es seguro que se habrán reído tanto como yo. Qué a cada día no le falte una sonrisa, aunque sea en medio de una tormenta!

domingo, 3 de agosto de 2008

Cajas de sorpresas


Quería que este Blog se titulase "Una caja de sorpresas", pero, para sorpresa mía, ya alguien había pensado en sorprender al mundo con ese original título. Como no tengo pretensiones de hacerme famoso, ni tampoco tenía toda la tarde para pensar un título muy distinto, decidí introducir una ligera variante y hacer que el plural abriese las puertas que el singular celosamente cerraba. De donde se sigue, dicho sea de paso, que el plural no es celoso y está dispuesto a compartir.
Hace unos días charlaba con una persona con la que trabajo. Casi siempre habíamos hablado de asuntos profesionales. Pero el otro día no. Ese día hablamos de otras cosas. Fue una conversación muy grata y llena de facetas desconocidas. Eres una caja de sorpresas, le dije. Más tarde pensé que, de alguna manera, eso somos todos. Nuestra libertad, nuestra creatividad, nuestra capacidad de aprender, de amar, de abrirnos a la trascendencia; en definitiva, todo lo que no se reduce a la pura materia y nos hace tan distintos nos convierte en "Cajas de sorpresas".
Y así, como por arte de magia, salió de la chistera ese plural que envuelve a todos. En esto, como en tantas otras cosas en la vida, al final resultó que el obstáculo fue una bendición, porque una sola caja sería poco para que todos tuviésemos nuestro sitio.