miércoles, 24 de diciembre de 2008

Víspera de Navidad


- Tú sí que vas a ser la mejor Mamá del mundo..., dijo el niño besando la imagen tallada en madera clara.
Y, muy lejos de allí, ya cerca de Belén, la Virgen sonrió, a pesar del cansancio y la fatiga del camino, ante la ocurrencia del pequeño.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Una mañana de invierno

Esta mañana de comienzos de invierno nos ha dejado en Pamplona unas estampas magníficas. Es uno de esos días en los que me habría gustado ser fotógrafo.
Después de decir Misa, mientras iba por la calle intentando rezar algunas oraciones de acción de gracias, me distraje. El cielo era una inmensa pizarra de color azul claro. Rectas líneas de tiza rosa se entrecruzaban en ella formando un gran triángulo, en cuyo centro descansaba apaciblemente una menuda luna menguante de color nacar. A la izquierda, dos manos invisibles trazaban nuevas rectas que, surcando el horizonte, se abrían en ángulo separándose progresivamente.
Más tarde, camino de la universidad, pude contemplar a lo lejos la falda de la sierra del perdon. La luz del bajo sol del solsticio iluminaba los campos, envueltos en una ligera neblina. Unas casas y la torre de una iglesia se dejaban entrever, formando el bosquejo de un sencillo pueblecito.
En el campus, el cesped aparecía escarchado, canoso, salvo debajo de las copas de los árboles, donde conservaba un verdor más juvenil. En uno de los arbolitos que separan el edificio de derecho del aparcamiento, una pequeña avecilla del tamaño de un gorrión y con el cuello rojo trinaba alegremente, a pesar del frío.
Los plátanos y los álamos de la margen derecha del sadar, reducidos a un entramado de ramas desnudas, se cubrían con el manto de una nube baja que, ocultando el sol, resplandecía. Eran, así me pareció, como inertes personajes de un teatro de sombras.
La naturaleza nunca deja de sorprendernos. Los mismos paisajes de todos los días, de vez en cuando deciden arreglarse un poco y ponerse guapos… ¿Sería, esta vez, para dar la bienvenida a la nueva estación?

lunes, 15 de diciembre de 2008

El abecedario

Aventurera, comenzó él. Ella, un poco sorprendida, guardó silencio.
Brillante, continuó él; buena, sugirió ella, en cambio. A él no le pareció mal la sugerencia.
Contestataria, dijo él; creyente, profundamente creyente, pensé yo que podía haber añadido ella, pero no dijo nada.
Decidida, dijo él seguro de acertar; dominante, replicó ella, sin embargo.
¿Esperanzada?, preguntó entonces él; creo que sí, dijo ella.
¿Feliz?, apuntó él dudoso; fenomenal, sugirió ella con simpatía, tras pensar un momento; familiar, tampoco hubiera estado mal, pensé yo.
Generosa, señaló después él; pero, a ella no le convenció. Se quedaron pensativos. ¿Guapa?, lanzó entonces ella con algo de divertida curiosidad; sin duda, respondió él.
Honesta, dijo él; la convencida ahora fue ella, que respondió inmediatamente, sí, honesta sí.
Impaciente, sugirió de nuevo él; independiente, replicó ella con seguridad.
¿Juiciosa?, propuso él sin mucho entusiasmo; nuevo silencio y… ¡letra vacia! Curioso, porque esa letra está profundamente unida a su vida desde hace algunos años. Pero ninguno de los dos pensó en ello.
Krack, continuó él, con un poco de trampa; ella sonrió.
Lista, añadió él luego. Ella guardó silencio, pero sabía que él tenía razón.
Morena, afirmó él sobre seguro; menuda, replicó ella con vivacidad.
Necesitada, dijo ella tomando la iniciativa; necesitada pero independiente, puntualizó. Él asintió. A mí, en cambio, me parecía que de las cosas realmente importantes iba sobrada, pero no dije nada.
¿Orgullosa?, preguntó él, bajando un poco el tono de voz. , contestó ella sin ambages. Orgullosa de su familia, apostillé yo para mí mismo.
Práctica, creo recordar que sugirió él. Pero no recuerdo que respondió ella.
Quijotesca, propuso él, contento de la ocurrencia; quisquillosa, respondió al punto ella con sorprendente agilidad.
Rebelde, intentó sugerir él. Pero ella apenas le dejó terminar. Rojo, dijo en su lengua materna; con la erre, Rojo, repitió resuelta. Y él lo entendió perfectamente.
Sincera, continuó él; y ella, esta vez, no se opuso.
¿Tenaz? Él estaba convencido de que sí, pero ella no tanto.
¿Única?, continuó él; sí, como todos, contestó ella.
Valiente, propuso él; ¿por qué?, replicó ella quitándose importancia. Supongo que donde los demás veían valentía ella percibía simplemente convicción.
¿Whisky?, preguntó él; no, Martini, respondió ella.
¿Xenófoba? Él ya conocía la respuesta, pero había que llenar el hueco. ¡No!, respondió ella indignada.
¿Ya?, preguntó él, falto de ideas. No, nos queda una aún, dijo ella.
¿Zapatos? Sólo cuando son imprescindibles, contestó ella, y nunca de tacón alto, añadió.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Recuerdos lluviosos


La lluvia acompaña muchos recuerdos de mi vida. No sé, supongo que es parte de mi herencia asturiana. Aún hoy recuerdo una fría mañana de invierno, cuando todavía estaba oscuro, sentado junto a mi hermano Pablo en una vieja marquesina de ladrillo. Arrebujado en un gran anorak con capucha de esquimal, oigo la lluvia que repiquetea alrededor. Siento el calor de mi abrigo y, a la vez, el frío que me rodea. La oscuridad y el suave martilleo de las gotas acentúan el agradable soporcillo que me envuelve. Llega el autobús del cole, abandonamos nuestro refugio y se rompe la placidez del momento…
Hay otras muchas estampas de mi vida en las que aparece la lluvia, pero ya las contaré en otra ocasión.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Le Libanaise


Le Libanaise es un pequeño restaurante de Toulouse, situado en Rue de la Fonderie, donde cené el lunes pasado con algunos sacerdotes que asistían a un convenio de derecho canónico. Butros, un maronita de Biblos, actuaba como improvisado guía del grupo del que, junto a otros tres libaneses y dos franceses, formábamos parte Diego y yo.
Cuando llegamos, la puerta estaba cerrada. Butros golpeó con los nudillos en el cristal. Abrió un hombre que rondaba los cincuenta, de mediana estatura, pelo grisaceo y poblado bigote del mismo color, ataviado con un delantal. Al parecer era el propietario, aunque, como luego pude comprobar, era a la vez, también, cocinero, camarero, metre y anfitrión, todo ello sin necesidad de quitarse el delantal ni correr de un sitio a otro.
Accedimos a un local singular o, al menos, eso me pareció a mí. Una única sala rectangular, no muy ancha, con dos hileras de mesas paralelas a los laterales, dejando en medio un pasillo central. Pegados a la pared, una suerte de sofás con tapizados rojos y estampados de flores. Al otro lado de las mesas, en la parte del pasillo, unas pesadas sillas de madera tapizadas a juego con los sofás. En el suelo, alfombras de los mismos tonos. Las alfombras y tapizados daban un aire oriental al local, completado por los arabescos que aparecían aquí y allá, en cuadros azulejos y maderas y por un gran farol, con cristales de colores en forma de rombo, que colgaba del techo en el centro de la estancia.
La cena resultó muy grata. El propietario, cocinero, metre, camarero, fue trayendo personalmente el vino libanés, las tortitas de pan, las salsas y la carne, y, a través de Butros, nos iba dando las oportunas instrucciones sobre como combinar los distintos elementos. En honor a la verdad, debo decir que no me resultó difícil adaptarme al modus procedendi: comer, al fin y al cabo, se hace más o menos igual en todas partes. Como colofón, el anfitrión nos sirvió, mejor sería decir nos escanció, con solemnidad unos vasitos de té a la menta.
Cuando crucé la puerta y pisé de nuevo la Rue de la Fonderie, el aire fresco de la noche golpeó mi rostro y me hizo regresar de un exótico viaje.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Duendes virtuales


Antes los duendes habitaban en frondosos bosques y formaban parte de historias llenas de bellas princesas, valientes caballeros, malvadas brujas y hadas madrinas. Ahoran se han modernizado y han cambiado sus historias por el anonimato. Viven en la red, en medio de direcciones IP, routers, servidores, drivers, protocolos y puertos de todo tipo..., ¡pero siguen haciendo de las suyas!
¿O no habéis tenido a veces la impresión de que algún duende jugueton enredaba en vuestro ordenador, cuando obstinadamente se negaba a hacer algo, o, lo que es aún peor, se empeñaba en hacerlo? ¿Verdad que sí? Pues eso, los duendes virtuales..., aunque los ingenieros se empeñen en hacernos creer otra cosa.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Quince palabras


¿Son muchas quince palabras? ¿Son pocas? A veces, pueden ser sencillamente las justas.
Hace hoy una semana, un coche bomba explotó en mi Universidad. A los pocos días me encontraba en la entrada de la Biblioteca antigua. Dos chicas y un chico conversaban entre sí. Una de las chicas se despidió y, bajando las escaleras, se dirigió hacia el Edificio Central, caminando por la explanada. El chico y la otra chica, una vez solos, se quedaron en silencio, uno junto a otro, con la mirada perdida en dirección a la figura que se alejaba. Fue entonces cuando él, con voz tranquila, le dijo sin volverse:
El jueves me di cuenta de que te quiero como a una hermana.
Ella escuchó estas palabras con la misma tranquilidad con que él las había pronunciado. Mantuvo la mirada al frente y, con un atisbo de simpatía, respondió:
Qué bien.
Hubo otro momento de silencio, pero enseguida comenzaron a hablar animadamente de otras cosas, como si nada hubiese pasado.
Fueron solo quince palabras. Quince palabras para decir algo que, en el fondo, quizás los dos ya intuían.

domingo, 26 de octubre de 2008

Una vela roja


Buscamos juntos el libro en el catálogo de la biblioteca. Yo no había leído nada de Daudet y nunca había oído hablar de las Cartas de mi molino.
Son relatos, me dijo. Mi padre nos lo leía cuando eramos pequeños.
Me fie y no me arrepiento. En las cien páginas que ya han pasado ante mis ojos he encontrado descripciones deliciosas.
Si Daudet me hubiera acompañado este fin de semana os podría hablar del viento que, entre susurro y susurro, acariciaba las aguas del pantano acunándolas dulcemente, para subir luego por la empinada ladera y pasar entre los pinos que, aquí y allá, se colgaban de las austeras peñas. Os podría hablar de la luz del amanecer y del crepúsculo, suave y anaranjada, asomándose o escondiéndose detrás de las montañas, reducidas a una negra silueta recortada sobre el firmamento. Os podría describir la noche de tenue luna, adornada con mil estrellas, sumida en profundo silencio, solo roto por el tañir, sobrio y vibrante, de unas campanas, a las que otras hacían eco en la distancia. Os podría hablar del olor del romero, del pino, de la cera y del incienso.
Pero no os podría hablar de aquella vela roja, llena de fe, que ardía ante la imagen de la Virgen, Torre de la Ciudad, pidiendo un regalo muy especial.

domingo, 19 de octubre de 2008

El encanto de una burbuja


Se giró y las vio delante de él. La sorpresa se reflejó en su rostro. Se agachó y fijando sus ojos directamente en los de la pequeña abrió los brazos. Fue un acto casi reflejo. No necesitó decir nada. La sonrisa, la mirada y el gesto lo decían todo. La niña soltó la mano de su madre y avanzó despacio.
- ¿Me das un beso?, le preguntó él.
Pareció, por un instante, que ella se volvería atras. Pero siguió adelante y, tímidamente, le besó en la mejilla. Él, entonces, la tomó entre sus manos y la alzó delicadamente hasta entronizarla sobre su brazo izquierdo. Ahora sus ojos volvieron a encontrarse, a tocarse, casi, por la proximidad de los rostros.
Él comenzó a contarle algo acerca de un niño pequeño que se había subido en un avión colgado de un cable y había tenido miedo. A ella no le pareció extraño y, ya sin timidez ninguna, comenzó a explicar que ella no hubiera tenido miedo porque se habría agarrado muy fuerte al cable.
Él la escuchaba con mucha atención. Parecía como si solo existiesen ellos dos. Como si estuviesen en una burbuja, fuera del tiempo y del espacio, ajenos a todo lo que les rodeaba. Pero esa burbuja, como cualquier otra, tuvo una vida breve y el encanto se rompió cuando él la tomó de nuevo en sus manos y, sin necesidad de nigún cable, volvió a dejarla en el suelo.

martes, 14 de octubre de 2008

Entre ángeles anda el juego


Ayer me retrasé al salir de la Universidad y presumía que llegaría tarde a casa. Resignado al retraso, esperaba la villavesa, cuando, inesperadamente, un coche destartalado se detuvo ante mí. Miré y vi a Ricardo que desde el interior me hacía gestos de que entrase. Muy contento me subí a la tartana y le dije,
- gracias, me has salvado la vida.
Muy sonriente, se limitó a decir,
- han sido los ángeles custodios.
Yo soy de los que creo firmemente en los ángeles custodios, así que la respuesta me resultó de lo más natural.
Unos minutos después, ya cerca de casa, detenidos en la cola de un semáforo, el coche se cala. Poco le costó a Ricardo, para sorpresa mía, determinar la causa de ese repentino desfallecimiento.
- Creo que nos hemos quedado sin gasolina, dijo.
Miré de reojo hacia el indicador y la posición de la aguja, junto con los vanos intentos que hacía Ricardo por reanimar el motor, me confirmaron que el diagnóstico era exacto. Tan exacto como seguro era ya que yo iba a llegar a casa aún más tarde de lo previsto.
Menos mal que, muy cerca de donde estábamos, había un aparcamiento y pudimos empujar el coche hasta allí. Ahorro los detalles de la operación, que a punto estuvo de costarle a la chapa del coche algún disgusto serio.
Por fin, me puse de nuevo en marcha hacia casa. Me acordé del comentario de Ricardo sobre los custodios y pensé que el responsable del feliz inicial encuentro no había sido mi ángel custodio, sino el suyo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El silencio



Hace algún tiempo leía en un ensayo una idea que me pareció muy valiosa. Decía, más o menos, que hay circunstancias, en las relaciones entre las personas, en las que lo único apropiado es el silencio, porque en tales momentos ninguna palabra puede ser bien dicha ni bien entendida. Y yo me atrevo a añadir, que, junto a ese benéfico silencio, hay que dejar que corra el tiempo, que, como dice el refrán, todo lo cura.

jueves, 25 de septiembre de 2008

La prenda


Hace días que tenía ganas de escribir algo. Me rondaba la cabeza la idea de contar la historia de la prenda, así, con artículo la prenda. Pero esta historia quedará para otro momento, porque forma parte de un pequeño mundo –no como el de D. Camilo y Pepón, de Guareschi, pero pequeño, al fin y al cabo – que habría que explicar. Sólo diré que la corta vida de la prenda empezó en Venecia con cierto glamour y terminó, sin pena ni gloria, en algún mediocre restaurante del aeropuerto de Barajas. Sic transit gloria mundi
Lo que sí voy a contar, en cambio, es lo que me sucedió esta tarde en el ascensor de la biblioteca. Bajábamos cinco personas. Dos chicos, dos chicas y yo. Una de las chicas iba armada con un móvil, que desenfundó mientras conversaba con su compañera.
– Uff!!, seis perdidas. ¡Qué acoso!, dijo a media voz que todos oímos.
Mientras su amiga trataba de explicarle algo, volvió a la carga,
- Y dos son de Elisa. ¡Esta chica no puede estar en paro! ¡Se aburre!!!
Su amiga no comentó nada, pero el chico que estaba a mi lado, corpulento y con aire de buena persona, me miró y, con un punto de sorna, me dijo en voz baja
- Bueno, no creo que aburrirse sea su mayor problema.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Peras limoneras


Ayer, aprovechando que la Universidad estaba cerrada por la apertura de curso, me fui con Fernando al monte. Levábamos un hornillo, con idea de cocinar algo, no digo de altura, pero sí en las alturas. Al llegar a Estella, paramos un momento en el supermercado. Fernando me dijo
- Te importa que elija yo el menú.
- No, en absoluto, le respondí.
Entramos en el super y observé con horror que, sin vacilación alguna, Fernando se dirigía hacia la sección de frutas y verduras. Y yo que soy tan poco vegetariano… Ya rodeados de todo tipo de productos del campo, aparentemente tan frescos como poco apetecibles para mí, contemplé como Fernando tomaba una bolsa de plástico y escogía cuidadosamente unos tomates de ensalada. Ya con los tomates pesados y etiquetados –tarea que yo mismo llevé a cabo, sin por ello sentirme un héroe– pensaba que abandonaríamos la zona conflictiva para pasar a otros lugares del super más gratificantes. Pero, para sorpresa mía, veo que Fernando no se da por vencido y, de nuevo bolsa en mano, captura dos peras limoneras que incautamente descansaban en una caja ajenas al peligro que corrían.
Lo de las peras, y además limoneras, ya me pareció un poco excesivo. Pero, como le había dado a Fernando un cheque en blanco, lo único que se vino a la cabeza fue decir,
- Chico, estás muy ecológico.
A lo que él respondió con gran seguridad,
- Me lo ha recomendado mi hermana, la veterinaria.
Tuve la impresión de que, en este caso, el argumento de autoridad no nos dejaba a ninguno en muy buen lugar, pero, precisamente por eso, me hizo mucha gracia y le respondí
- Esto lo voy a escribir en el blog.
Dicho y hecho.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Un remedio barato



En la vida hay días y días. Mejores y peores. Por diversas razones, el día de hoy no ha sido de los mejores. Pero, en fin, la sonrisa tiene un estupendo poder balsámico, así que lo mejor será reirme un poco de mí mismo. Un remedio barato, para tiempos de crisis.

sábado, 13 de septiembre de 2008

La mano misteriosa


Esta mañana me encontraba en la biblioteca leyendo unos artículos para un trabajo que tengo que preparar. De pronto me entró un ataque de risa, que supongó dejaría perpleja a la profesora que se sentaba en la mesa de al lado. Quizás pensaría que me había llevado una novela de Wodehouse (por cierto estoy leyendo una estos días) o que estaba mirando unas tiras de Mafalda por internet. Pero no. Lo cierto es que estaba leyendo un artículo de derecho canónico, en una conocida revista, sobre un documento de cierta importancia. El autor del artículo se mostraba disconforme con la escasez de cánones del Código de Derecho Canónico que aparecían citados en ese documento y arremetía contra la mano canonista, o sea el o los especialistas en Derecho Canónico que habían intervenido en su elaboración. Pero os voy a dejar con sus palabras, que no tienen desperdicio:
"Si se tratase de encontrar una razón justificativa de la omisión de toda cita de cánones en el Capítulo III [del documento] –desafortunada suerte que únicamente ha tocado al Código y no a las otras fuentes documentales que recorren todo el documento–, uno se inclina a pensar que si la mano canonista ya se había mostrado perezosa y holgazana en los dos primeros capítulos, realizando un trabajo mediocre o, de todas formas, comparativamente inferior al de otras manos, cuando llegó al Capítulo III, llegó sin dedos para señalar cánones".

viernes, 12 de septiembre de 2008

Pintar con las palabras



Esta mañana, temprano, en la plaza de San Francisco esperaba ante un portal. El cielo oscuro sobre mí no impedía que, a mi izquierda, en las ventanas del edificio de las escuelas municipales se reflejase una luz incipiente, que timidamente se asomaba por encima de los edificios situados a mi espalda, en el este de la plaza. A mi derecha se abría una calle solitaria y estrecha, ni fea, ni especialmente agraciada, en la que los edificios de uno y otro lado parecían querer llegar a tocarse. Un contenedor de basura rompía con su verde vulgaridad el encanto que la perspectiva y la soledad daban al conjunto. Por mi mente cruzó la idea de que un pintor sabría plasmar la belleza escondida en ese lugar. Me gustaría saber pintar con las palabras.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Retazos de cielo


Hoy no se habla mucho del cielo. Parece como si estuviera pasado de moda. Aunque, en realidad, no es así. Justamente en esta última semana me he topado por tres veces con el cielo, en circunstancias diversas. Son breves retazos que aquí os dejo.
El lunes me enteré del fallecimiento del abuelo de Mònica y le dije que rezaría por él. Al día siguiente, al abrir el correo, me encontré un mensaje de la propia Mònica. Me daba una serie de datos que le había pedido sobre unas traducciones en las que estamos trabajando. Luego añadía: "Gracias por las oraciones por mi abuelo. Creo que llegará al cielo muy bien recomendado".
En un primer momento, pensé que yo carecía de influencia ninguna para hacer recomendaciones de tan alta importancia. Pero, enseguida, me acordé de la misa que había celebrado por la mañana, en la que había rezado especialmente por su abuelo. Y, entonces, pensé que ella tenía toda la razón: las oraciones del sacerdote en la misa son la mejor de las recomendaciones para entrar en el cielo, porque el sacerdote en el altar se identifica con Jesucristo.
El mismo martes estaba cerca de Pamplona en un encuentro con sacerdotes. Uno de ellos, ya de cierta edad y con bastantes limitaciones físicas, iba en silla de ruedas. En un determinado momento vi como, lentamente, avanzaba por un pasillo. Me apresuré a colocarme a su espalda para empujar yo mismo la silla y ahorrarle el esfuerzo. Inclinándome hacia él, le pregunté
– ¿A dónde quieres que te lleve?
– Al cielo, me contestó inmediatamente
Por un instante me quedé un poco desconcertado, mientras algo en mi interior me decía que detrás de aquella respuesta no había una broma fácil, sino un anhelo profundo. Y entonces, mientras comenzaba a caminar impulsando la silla, le dije de nuevo,
– Ah!, pues entonces vamos juntos.
El miércoles por la tarde alcancé a subir por los pelos a una villavesa –así llamamos aquí a los autobuses urbanos– de la línea 4. Conducía una chica joven, a la que agradecí que me hubiese esperado. Mientras sacaba de la cartera la tarjeta del bonobus me percaté de que junto a la conductora había otra chica, también joven, de pie. En cuanto la villavesa se puso en marcha reanudaron una conversación que, al parecer, había quedado interrumpida por los nuevos pasajeros que habíamos entrado. La que estaba en pie dijo
– Bueno, te estás ganando el cielo
A lo que la conductora, sin volver la mirada, replicó resignada
– Preferiría que me tocase la loteria.
El lector del bonobus expulsó mi tarjeta y emitió dos amigables bips. Recogí la tarjeta, pero antes de avanzar por el pasillo hacia el fondo del autobús, me giré un instante hacia la conductora y con una sonrisa le dije,
– Es mejor el cielo que la loteria.

domingo, 31 de agosto de 2008

Una pequeña vuelta al mundo


Hacía tiempo que no cogía la bici y ayer me animé. Intenté que Álvaro me acompañase, pero no podía. Decidí seguir el Camino de Santiago desde Pamplona hasta el alto del Perdón. Es un recorrido bonito y divertido, sobre todo bajando. Pero, para mí, su mayor aliciente son las gentes que, a pié o en bicicleta, lo transitan con grandes mochilas o aparatosos portabultos y una vieira –como la de la foto– colgada de alguna parte. De hecho, cuando salgo solo, suelo elegir esta ruta con la esperanza de encontrar algún peregrino con el que entablar conversación.
No sé por qué, sin embargo, ayer pensaba que no me iba a encontrar apenas con nadie. Me decía a mí mismo que, con la hora que era, los peregrinos ya estarían descendiendo la ladera del Perdón hacia Puente la Reina. ¡Qué equivocado estaba!
Primero fueron dos italianos de piel morena y curtida y rostro ajado, con los que, sin bajarme de la bici, intercambié dos palabras.
Ya en Zariquiegui, junto a la centenaria Iglesia, a la sombra de cuyos muros un grupo de personas hablaba animadamente en alemán, entablé conversación con un matrimonio entrado en años, que venía de Filadelfia. De Navarra no sabían mucho, pero de La Rioja sí conocían lo principal: que era un wine country.
Un par de kilómetros más adelante, sentadas junto a una fuente, había dos mujeres que me preguntaron si, por casualidad, habría encontrado unas gafas azules que una de ellas había perdido. Después de desilusionarlas con mi respuesta, les pregunté de dónde eran. De Toronto, me dijeron, añadiendo que allí había muchos recorridos para la bici de montaña. Agradecí la información, aunque, a decir verdad, me pareció que me iba a ser poco útil. Antes de despedirme, les pedí, por favor, que rezasen por mí al llegar a Santiago. Asintieron y me preguntaron mi nombre. Estoy seguro de que dije Juan, con la jota, pero una de ellas repitió por dos veces con mucho énfasis guan, guan.
Ya en el descenso vino la guinda. Tres personas con marcados rasgos orientales, una mujer, un hombre y una niña, estaban al borde del Camino, pero no se dirigían a Santiago sino a Pamplona. Los dos adultos llevaban parte del rostro cubierto con una pieza de tela, a modo de mascarilla para el polvo, y solo se les veían los ojos, lo que les daba un extraño aspecto. Hablamos en inglés. Eran de Corea del Sur y llevaban 80 días en España. No eran católicos, ni siquiera cristianos, pero habían hecho todo el Camino hasta Santiago y regresaban en dirección contraria. ¿Qué habrán entendido de lo que han visto?, me preguntaba yo mientras los dejaba atrás y continuaba bajando en medio de mil traqueteos.
Tres conversaciones intercontinentales en treinta kilómetros. Una pequeña vuelta al mundo sin salir de la cuenca.

domingo, 24 de agosto de 2008

Ana y Susana


Mañana se cumple un mes exacto, pero lo recuerdo con nitidez, como si fuera hoy. Aprovechando la fiesta del día de Santiago ibamos a dar un paseo por unos embalses del norte de Navarra. Justo antes de salir, Pablo, que sostenía el Diario abierto ante él, lo giró y nos mostró una noticia. Dos chicas habían fallecido en un accidente de tráfico la noche anterior: regresaban de Lourdes con otras tres y se dirigían a un colegio mayor de la Universidad de Navarra, en el que residían.
Desde el primer momento me quedé muy impactado. Estaba casi seguro, por los pocos datos del periódico, de que esas dos chicas eran del Opus Dei. Ese pensamiento las acercaba a mi alma de una forma intensa. Sentía una pena profunda que me acompañaba. No era simplemente la compasión que se siente ante una desgracia ajena. Era el dolor de una pérdida propia. No sabría cómo explicarlo. Ni siquiera sabía sus nombres, pero sentía que una tragedia me había golpeado.
Al regresar a casa al mediodía, lo primero que hice fue coger el teléfono. Una llamada fue suficiente para confirmar lo que el corazón había intuido desde el comienzo. Por la tarde fui a rezar un responso. Solo estaba el feretro con el cuerpo de Ana, el de Susana lo trasladarían directamente a su lugar de origen. Después el funeral, lleno de sereno dolor y de mucha fe en Dios. Esa misma fe que guió la vida, corta pero preciosa, de estas dos chicas.
Aún hoy, cuando pienso en Ana y en Susana, a las que nunca conocí, lo hago con con un recuerdo lleno de cariño. Y no encuentro otra explicación que la más sencilla: la Obra es una familia y nos queremos.

viernes, 15 de agosto de 2008

Hablar de Dios


Entró en la zapatería de la esquina. Era la misma de otras ocasiones. Sabía lo que quería: unos zapatos de cordones, de suela de goma y resistentes al agua, pero elegantes. Le atendió una dependienta muy amable, de mediana edad, que después de escuchar lo que él deseaba y de advertirle que esos zapatos no estarían de rebajas, se retiró. La tienda estaba vacía. Fuera la ciudad comenzaba a desperezarse tras la quietud de las primeras horas de la tarde.
No tardó mucho. Cuando regresó llevaba consigo cinco o seis cajas bastante similares unas a otras. El miró los primeros modelos que asomaron y se excusó
- Me temo que no he sido capaz de transmitirte bien lo que deseaba, dijo con amabilidad.
Ella no se descompuso y, mientras cogía una tercera caja, añadió
–Te he traido de varios fabricantes y precios para que pudieras elegir.
Tampoco esta vez hubo suerte. El cuarto par no fue más afortunado, aunque como ella insistió, él se los probó. Pero no; no era eso. Hubo que esperar al quinto, o quizás al sexto par, para que él mostrase verdadero interés. Aquellos zapatos lisos, de línea sencilla eran lo que buscaba.
Se los calzó y se puso en pié. Le gustaban y estaba decidido a llevárselos, pero quiso crear un poco de suspense. Ella quizás pensaba que aún faltaba un poco para la decisión final y trataba de alentarle
- Son unos zapatos preciosos y te quedan muy bien, decía.
- Bueno, replicó él con una sonrisa, qué me vas a decir tú. Tu trabajo es vender.
Ella lo miró y con un aire de queja velada contestó
- Sí, es verdad; pero si no te quedasen bien, yo no te lo habría dicho.
El aceptó la sinceridad de la respuesta y con un poco de complicidad comentó
- De todas formas, si uno quiere vender siempre tiene que alabar un poco el producto.
Se acercaron al mostrador para el pago. Él saco una tarjeta de crédito y su carnet de identidad y los dejó a la vista. Ella los tomó y tras cotejarlos, le tendió el carnet de identidad y se quedó con la Visa. Los dos guardaban silencio. El se había quedado pensativo apoyando las dos manos en el mostrador y ligeramente inclinado hacia delante. Al otro lado, ella se ocupaba de pasar la tarjeta por el lector. Fue entonces cuando él rompió el silencio
- ¡Ojalá yo hiciera mi trabajo tan bien como tú!
Ella levanto la vista y, entre divertida y sorprendida, solo acertó a decir, con entonación de la tierra
- ¡Ya lo harás bien, ya lo harás bien!
- No te creas que es fácil hablar de Dios en estos tiempos, replicó él.
Y, sin solución de continuidad, le preguntó
-¿Sabes lo que hace falta para hablar de Dios?
Antes de que ella pudiese decir nada, él se respondió a sí mismo con un gran convencimiento
- Para hablar de Dios hace falta estar enamorado de Dios. Si uno está enamorado de Dios, sabe hablar de Dios.
Recogió la tarjeta de crédito para devolverla a su lugar en la cartera. Llevaba consigo una imagen de la Virgen y una estampa del Papa Juan Pablo II. Dudó un instante, pero se decidió por esta última. La sacó de la cartera y se la ofreció a ella, mientras le decía
- Este sí que era un enamorado de Dios.
Tomó la bolsa con los zapatos y se dirigió hacia la puerta. La bolsa, de un blanco brillante y con unas pocas letras negras, era como el negativo de su oscuro traje, en el que únicamente destacaba el blanco del alzacuellos.

martes, 5 de agosto de 2008

Tormentas y sonrisas


El día de hoy ha sido como el tiempo atmosférico en Pamplona: muy cambiante. Comenzó con un tempranero paseo en coche hasta el centro de la Obra en el que he celebrado la Misa. Las sierras cercanas a Pamplona hacían de pantalla que impedía al sol golpear directamente mis ojos, pero no impedían que todo apareciese ante esos mismos ojos bañado por una deliciosa y suave luz amarillenta. Con razón, pensé mientras aparcaba, los impresionistas se obsesionaban con inmortalizar en sus lienzos estos fugaces momentos en que los paisajes se visten de largo.
Ya en la mesa de trabajo me enfrenté con un asunto que me está volviendo loco… y me enfadé. Fueron nubes que descargaron una tormenta veraniega, como la que después envolvió a la ciudad. ¡Qué contrase entre la luminosidad del amanecer y la penumbra de la tarde cubierta! Pero no me duró mucho el enfado. Hice lo más sensato cuando uno se enfada: desenfadarme y decir "lo siento".
Por la tarde, recibí un mail de Javier. Está atendiendo una labor pastoral con chicas jóvenes y a la vez está preparando una conferencia para un importante congreso de canonistas. "Aquí les hablo de la Ratio nelle fonti –me decía refiriéndose al título de la conferencia – y obnubilan sobremanera". No me extraña, pensé yo, que las pobres chicas alucinen con semejante argumento, aunque, conociendo a Javier, es seguro que se habrán reído tanto como yo. Qué a cada día no le falte una sonrisa, aunque sea en medio de una tormenta!

domingo, 3 de agosto de 2008

Cajas de sorpresas


Quería que este Blog se titulase "Una caja de sorpresas", pero, para sorpresa mía, ya alguien había pensado en sorprender al mundo con ese original título. Como no tengo pretensiones de hacerme famoso, ni tampoco tenía toda la tarde para pensar un título muy distinto, decidí introducir una ligera variante y hacer que el plural abriese las puertas que el singular celosamente cerraba. De donde se sigue, dicho sea de paso, que el plural no es celoso y está dispuesto a compartir.
Hace unos días charlaba con una persona con la que trabajo. Casi siempre habíamos hablado de asuntos profesionales. Pero el otro día no. Ese día hablamos de otras cosas. Fue una conversación muy grata y llena de facetas desconocidas. Eres una caja de sorpresas, le dije. Más tarde pensé que, de alguna manera, eso somos todos. Nuestra libertad, nuestra creatividad, nuestra capacidad de aprender, de amar, de abrirnos a la trascendencia; en definitiva, todo lo que no se reduce a la pura materia y nos hace tan distintos nos convierte en "Cajas de sorpresas".
Y así, como por arte de magia, salió de la chistera ese plural que envuelve a todos. En esto, como en tantas otras cosas en la vida, al final resultó que el obstáculo fue una bendición, porque una sola caja sería poco para que todos tuviésemos nuestro sitio.