lunes, 22 de diciembre de 2008

Una mañana de invierno

Esta mañana de comienzos de invierno nos ha dejado en Pamplona unas estampas magníficas. Es uno de esos días en los que me habría gustado ser fotógrafo.
Después de decir Misa, mientras iba por la calle intentando rezar algunas oraciones de acción de gracias, me distraje. El cielo era una inmensa pizarra de color azul claro. Rectas líneas de tiza rosa se entrecruzaban en ella formando un gran triángulo, en cuyo centro descansaba apaciblemente una menuda luna menguante de color nacar. A la izquierda, dos manos invisibles trazaban nuevas rectas que, surcando el horizonte, se abrían en ángulo separándose progresivamente.
Más tarde, camino de la universidad, pude contemplar a lo lejos la falda de la sierra del perdon. La luz del bajo sol del solsticio iluminaba los campos, envueltos en una ligera neblina. Unas casas y la torre de una iglesia se dejaban entrever, formando el bosquejo de un sencillo pueblecito.
En el campus, el cesped aparecía escarchado, canoso, salvo debajo de las copas de los árboles, donde conservaba un verdor más juvenil. En uno de los arbolitos que separan el edificio de derecho del aparcamiento, una pequeña avecilla del tamaño de un gorrión y con el cuello rojo trinaba alegremente, a pesar del frío.
Los plátanos y los álamos de la margen derecha del sadar, reducidos a un entramado de ramas desnudas, se cubrían con el manto de una nube baja que, ocultando el sol, resplandecía. Eran, así me pareció, como inertes personajes de un teatro de sombras.
La naturaleza nunca deja de sorprendernos. Los mismos paisajes de todos los días, de vez en cuando deciden arreglarse un poco y ponerse guapos… ¿Sería, esta vez, para dar la bienvenida a la nueva estación?

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